28
noviembreLa Diferencia entre la Trufa Blanca Y la Negra
No todas las trufas son iguales. Remíteme únicamente las armas. Recuerda que las trufas crecen en simbiosis con los árboles, por lo que dañar las raíces puede afectar su crecimiento y supervivencia. Creo que sí, respondió la señora Grandet. La señora de Grassins fijó sus ojos en los floreros azules donde habían sido colocados los ramos de los Cruchot, buscando sus regalos con la fingida buena fe de una mujer burlona. La señora de Grassins era una de esas mujercitas vivarachas, regordetas, blancas y rosadas, que, gracias al régimen monástico de provincias Y a los hábitos de una vida virtuosa, se conservan jóvenes aun a los cincuenta años. Hagamos las puestas, exclamó en voz baja la señora Grandet. Coloca las láminas de trufa sobre un plato grande, cubriendo toda la superficie. El más abundante de estos, 3-metil, 4-5 dihidrotiofeno, contribuye al aroma de la trufa blanca. Como rasgos nutricionales y composición química de la trufa blanca, podemos afirmar que contiene básicamente 79% de agua, 16% de proteínas (de las cuales el 8% puras o de gran valor nutricional), gasas 0,45%, cenizas 1,8%. Dentro de las proteínas hay que resaltar los siguientes aminoácidos: Isoleucina, Leucina, Valina, Cistina, Fenilalanina, Tirosina, Treonina, Triptofano, Lisina, Istidina y Arginina.
¿No vales tú tanto como ellos? ¿No podía haber escogido algún regalo de valor? Pero, si bien se mira, ¿no es la escena esta propia de todos los tiempos y de todos los lugares, si bien reducida a su más simple expresión? Aquella alegría de familia en aquel salón antiguo, mal alumbrado por dos velas de sebo; aquellas risas acompañadas del ruido de la rueca de la gran Nanón, y que no eran sinceras más que en los labios de Eugenia o en los de su madre; aquella pequeñez unida a tan grandes intereses: aquella joven, que, semejante a esos pájaros víctimas del elevado precio a que se venden y que ellos ignoran, se veía molestada y zarandeada por falsas pruebas de amistad; en una palabra, todo contribuía a hacer aquella escena tristemente cómica. Al hacer este movimiento, el avaro vio por la puerta del corredor que daba a la cocina a la gran Nanón sentada al fuego con una luz encendida y preparándose a hilar allí para no mezclarse en la fiesta.
En el momento en que Grandet componía su escalera y silbaba con todas sus fuerzas, recordando los tiempos de su juventud, los tres Cruchot llamaron a la puerta. Nanón. ¿Si querrán echar la puerta abajo? Señora, dijo Nanón que se había puesto ya su cofia negra y que había cogido el cesto, no necesito más que tres francos, guárdese el resto. Nanón abrió la puerta, y el resplandor del hogar permitió a los tres Cruchot ver la entrada de la sala. En el momento en que la señora Grandet ganaba un lote de ochenta céntimos, que era el más considerable que se había jugado nunca en aquella casa, un aldabonazo resonó en la puerta, haciendo tal ruido, que las mujeres saltaron en sus sillas. Grassins. Ese aldabonazo me da mala espina. No es de Saumur el que llama de ese modo; dijo el notario. Italia le da la fama, y es por ello que algunas empresas la venden bajo ese origen, pero en realidad su procedencia está muy lejos de este país.
Gracias a los entre 100 millones y 300 millones de receptores olfativos en la nariz -en comparación con los cinco o seis millones que tenemos los seres humanos- y un área cerebral dedicada al análisis de los olores 40 veces más grande que la del Homo sapiens, perros entrenados como Lola son capaces de hacer lo que ningún humano puede: rastrear, bajo tierra, uno de los más valiosos y codiciados alimentos: el llamado "diamante negro" de la cocina. Los actores de esta escena, llena de interés, aunque vulgar en apariencia, provistos de abigarrados y cifrados cartones y de chinitas de vidrio azul, parecían escuchar las gracias del anciano notario, que no sacaba un número sin hacer alguna observación; pero todos pensaban en los millones del señor Grandet. Señorita, dijo Adolfo a su vecina, debe ser su primo Grandet, guapo muchacho a quien conocí en el baile del señor de Nucingén. Sí, respondió el señor de Grassins, y trae paquetes que deben pesar lo menos trescientos kilos. Un joven alto, rubio, pálido y delgado, de maneras distinguidas y tímido en apariencia, pero que acababa de gastar en París, adonde había ido a estudiar la carrera de derecho, ocho o diez mil francos, además de sus gastos ordinarios, se acercó a Eugenia, la besó en ambos carrillos y le ofreció un neceser, cuyos utensilios eran de plata sobredorada, una verdadera mercancía de pacotilla, a pesar del escudo en el que una E y una G góticas, bastante bien grabadas, podían hacer creer que se trataba de una alhaja.
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